June 5, 2010

La vitrina ondera


En 1560, Cósimo I de Medici, Duque de Florencia, recibió en sus manos temblorosas uno de los primeros relojes existentes. Lo primero que hizo después de darle cuerda fue pedirle al artista Maso da San Friano que lo retratara con él. Desde entonces el enjuto mecenas que apoyaba a científicos pobres posa con sus pitillos de la época, acariciando a un perro con una mano y con la otra sosteniendo delicadamente la pieza hi tech de la época. Por entonces, una sesión de esas debía hacerse entre 50 y 100 veces para que el artista captara un momento irrepetible.
450 años después, la postal se repite por todo el mundo vía twitter para los eufóricos primeros compradores del iPad de Mac. Sonrisas con más de 32 dientes dan la bienvenida al tablet que –se supone- reinventa la lectura y convierte al iPhone en sólo un teléfono.


Durante el siglo XVI, quienes podían costearse un retrato aprovechaban el pack completo y se inmortalizaban junto a sus joyas, pieles, pliegos completos de alfombras turcas como Enrique VIII, con la publicación de alguna joya filosófica sin saber siquiera leer o junto a la mascota fallecida décadas atrás. También acariciando algún instrumento musical que veían por primera vez en su vida, todo como parte de una tradición que se repetiría con la invención de la fotografía pasando por las tétricas imágenes del difunto junto a sus libros favoritos o algún juguete que en vida tenía un valor que superaba cualquier novedad tecnológica y que tenía la supuesta finalidad contribuir a la afirmación de su autoridad.

Sin ir más lejos, hoy en día el germen de la ostentación impregna cualquier vitrina. Las fotos de “Mi iPhone y yo” se daban de codazos en Facebook a flickrs para ser parte de la punta de la cadena tecnofílica, cadenas de mails o datos irrelevantes venían precedidas de la pompa y circunstancia de haber sido enviados “desde la Blackberry”. La fiebre fotologuera, ya pasada de moda, aún tiene en las capas medias emocionantes registros de los cabros posando junto a sus más preciadas posesiones ante el resto de sus FF: un fajo de billetes de $20 mil, un revólver o el sueño del auto propio y ajeno a veces.

Esa representación del lujo como proyección de una vida dedicada a tener y que es tan humana y antologable como el retrato de cuerpo entero de Luis XVI, no es diferente al de los primeros daguerrotipos de una madre con todas sus joyas puestas o chicos de cuenta gold luciendo su bling bling de fantasía. Esa imagen de Homero Simpson rendido ante un Mycube preguntándose qué podía él hacer por el chiche es un síntoma revelador de la alambicada presunción de status que la Mapple Store ofrecía a los habitantes de Springfield.


El iPad como hermano grande del iPhone, con todas sus limitaciones y todo, es eso. La búsqueda de un hueco nuevo en el estante para acomodarlo junto al netbook de palo cuando en dos meses más la versión nueva con más capacidad, accesorios y funciones llegue 100 dólares más baratas y deje obsoleto al gadget. En el mismo cajón donde deberían quedar las novelas de Stevenson o las autoediciones de Luis Cornejo escondidas. Pero antes que desaparezca el fulgor pasajero del iPad, que el aluminio brille y algo de ese fulgor pasajero se me impregne. En la misma lógica del rapero que pasea la perra en la alfombra roja.

Mientras tanto, los libros seguirán acumulando ese indescriptible olor a vainilla para darle a un día sin batería en el celular el mismo ritmo provinciano que antes tenía capear un apagón leyendo a la luz de las velas. El de la distracción que el dinero no puede comprar.

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