
-Creo que sería mejor que no emplearas palabras como esa -dijo la muchacha-. No hay ninguna necesidad de decirlas.
-¿Cómo quieres que lo llame?
-No tienes necesidad de ponerle nombre.
-Así se llama.
-No -dijo ella-. Estamos hechos de toda clase de cosas. Debieras saberlo. Tú usaste muchas veces esa frase.
-No tienes necesidad de decirlo ahora.
-Lo digo porque así te lo vas a explicar mejor.
-Está bien -dijo él-. ¡Está bien!
-Dices que eso está muy mal. Lo sé; está muy mal. Pero volveré. Te he dicho que volveré. Y volveré en seguida.
-No. No lo harás.
-Volveré.
-No lo harás. A mí, por lo menos.
-Ya lo verás.
-Sí -dijo él-. Eso es lo infernal, que probablemente quieras volver.
-Por supuesto que lo voy a hacer.
-Ándate, entonces.
-¿Lo dices en serio? -no podía creerle, pero su voz sonaba feliz.
-¡Ándate! -dijo el hombre. Su voz le sonaba extraña. Estaba mirándola. Miraba la forma de su boca, la curva de sus mejillas y sus pómulos; sus ojos y la manera cómo crecía el cabello sobre su frente. Luego el borde de las orejas, que se veían bajo el pelo y el cuello.
-¿En serio? ¡Oh! ¡Eres bueno! ¡Eres demasiado bueno conmigo!
-Y cuando vuelvas me lo cuentas todo -su voz le sonaba muy extraña. No la reconocía. Ella lo miró rápidamente. Él se había decidido.
-¿Quieres que me vaya? -preguntó ella con seriedad.
-Sí -dijo él duramente-. En seguida. -Su voz no era la misma. Tenía la boca muy seca-. Ahora -dijo.
Ella se levantó y salió de prisa. No se volvió para mirarlo. Él no era el mismo hombre que antes de decirle que se fuera. Se levantó de la mesa, tomó la cuenta y se dirigió a la caja.
-Soy un hombre distinto, James -dijo al cantinero-. Ves en mí a un hombre completamente distinto. Miró hacia afuera. La vio alejarse por la calle.
-He dicho que soy un hombre distinto, James -dijo. Y al mirarse al espejo vio que era completamente cierto.
-Tiene usted muy buen aspecto, señor -dijo James-. Debe haber pasado un verano magnífico.
-¿Cómo quieres que lo llame?
-No tienes necesidad de ponerle nombre.
-Así se llama.
-No -dijo ella-. Estamos hechos de toda clase de cosas. Debieras saberlo. Tú usaste muchas veces esa frase.
-No tienes necesidad de decirlo ahora.
-Lo digo porque así te lo vas a explicar mejor.
-Está bien -dijo él-. ¡Está bien!
-Dices que eso está muy mal. Lo sé; está muy mal. Pero volveré. Te he dicho que volveré. Y volveré en seguida.
-No. No lo harás.
-Volveré.
-No lo harás. A mí, por lo menos.
-Ya lo verás.
-Sí -dijo él-. Eso es lo infernal, que probablemente quieras volver.
-Por supuesto que lo voy a hacer.
-Ándate, entonces.
-¿Lo dices en serio? -no podía creerle, pero su voz sonaba feliz.
-¡Ándate! -dijo el hombre. Su voz le sonaba extraña. Estaba mirándola. Miraba la forma de su boca, la curva de sus mejillas y sus pómulos; sus ojos y la manera cómo crecía el cabello sobre su frente. Luego el borde de las orejas, que se veían bajo el pelo y el cuello.
-¿En serio? ¡Oh! ¡Eres bueno! ¡Eres demasiado bueno conmigo!
-Y cuando vuelvas me lo cuentas todo -su voz le sonaba muy extraña. No la reconocía. Ella lo miró rápidamente. Él se había decidido.
-¿Quieres que me vaya? -preguntó ella con seriedad.
-Sí -dijo él duramente-. En seguida. -Su voz no era la misma. Tenía la boca muy seca-. Ahora -dijo.
Ella se levantó y salió de prisa. No se volvió para mirarlo. Él no era el mismo hombre que antes de decirle que se fuera. Se levantó de la mesa, tomó la cuenta y se dirigió a la caja.
-Soy un hombre distinto, James -dijo al cantinero-. Ves en mí a un hombre completamente distinto. Miró hacia afuera. La vio alejarse por la calle.
-He dicho que soy un hombre distinto, James -dijo. Y al mirarse al espejo vio que era completamente cierto.
-Tiene usted muy buen aspecto, señor -dijo James-. Debe haber pasado un verano magnífico.